Un día, a las seis de la tarde, un hombre que había bajado al centro del pueblo regresaba a su casa en las afueras de Otavalo, a un lado del camino que iba hacia Quito. Cuando llegó, se dispuso sentarse a la mesa a comer con su esposa e hijos, pero antes de hacerlo, vio la necesidad de vigilar el ganado que estaba en el terreno.
Cuando salió, divisó a una mujer vieja, con cabello muy largo que se escondía entre el maizal. Se le acercó, lentamente, pero no logró alcanzarla, porque comenzó a correr tan rápido que, en menos de lo que canta un gallo, había cruzado el terreno y salido a la calle. Él la siguió como embrujado. Mientras más rápido caminaba la mujer, él parecía ir más despacio; ahora le llevaba mucha ventaja y era difícil darle alcance.
Sin saber cómo, llegó hasta el río El Tejar, lugar donde la gente no iba a esas horas porque era peligroso. La mujer se detuvo y se sentó sobre una gran piedra. Momento en que el hombre, que caminaba como un pato, aprovechó para pedir auxilio. Gritó con fuerza, una y otra vez, pero nadie parecía escucharlo. Recordó que cerca de allí estaba abierta una cantina, donde los aficionados a la bebida se divertían todas las tardes y noches. Como pudo, llegó al lugar y les contó a todos sobre la extraña mujer que había dejado en el río. Los hombres le dijeron que debía tratarse de una chificha que rondaba por el pueblo y que ya era tiempo de apresarla, porque estaba muy suelta.
Salieron de la cantina y cuando llegaron al río, vieron que la mujer seguía sentada sobre la piedra. Se lanzaron sobre ella, pero como estaban tan ebrios, no pudieron sujetarla mucho y la Chificha empezó a gritar, más bien a chillar: eran graznidos largos como los de un cuervo. La mujer entonces, por arte de magia, desapareció. El lugar se volvió más oscuro, el viento comenzó a soplar fuerte y una ligera llovizna sobrevino.
El peligro había pasado y el hombre se dio cuenta de que caminaba normalmente. Asustado, pero más tranquilo, tomó el camino más corto para regresar a su casa. Los borrachos hicieron lo mismo: abrazados, para no caerse, volvieron a la cantina a seguir bebiendo.
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