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Ramiro Velasco

 

Hace miles de años, quizás millones, el cerro Imbabura siendo aún adolescente, comenzó a fijarse en la también joven Cotacachi a quien adornaban muchos encantos que resaltaban aún más su natural belleza. El adolescente cada mañana al despertar posaba sus ojos en los embrujos de la chiquilla que siempre amanecía frente a él. En su interior empezó a descubrir nuevos sentimientos que antes jamás había advertido. Los temblores de todo el cuerpo se convirtieron en experiencias cotidianas. Era un cosquilleo que le recorría todo su cuerpo y al que no podía sustraerse mientras contemplaba el majestuoso encanto de la mujer que todo un siempre le había cautivado.

El joven cerro no comprendía los escalofríos que le producía la contemplación de la hermosa Cotacachi, pero reconocía que era una sensación agradable, placentera y de la que día a día disfrutaba. Desde esos lejanos tiempos, el joven no podía apartarse ni por un instante de semejante tentación. La vigilancia perenne a la causante de sus zozobras era en sí un deleite que no podía y no quería evitar.

Así pasaron miles de años en los cuales el cary Imbabura nunca se cansó de ojear a la huarmi Cotacachi. Después de mucho tiempo comprendió que lo que sentía por la atractiva mujer era amor. Puro amor nacido de una profunda y larga pasión. Aceptó este inesperado frenesí con verdadero gusto y satisfacción y decidió declararle su amor en los mejores términos y en el menor tiempo posible. Entonces ideó algo que llamara la atención de la mujer de sus fantasías. En las noches, con juegos de luces convertidos en relámpagos, llamaba la atención de su amada y  en ciertas noches, quizás en las más oscuras, la despertaba con estruendos que no eran sino los truenos que anunciaban sus palpitaciones.

Ante tantas muestras y ante tanta provocación la joven Cotacachi empezó a fijarse en el todavía anónimo pretendiente. Sabiéndose de su belleza y de que el joven Imbabura no era el único que requería su atención con sus juegos amorosos, no puso mucho interés en las cuitas de amor del nuevo galanteador. No era desdén pero era un sano orgullo fruto de sus encantos y de los múltiples requerimientos sentimentales que otros jóvenes cerros requerían por muchos miles de años.

Para el joven Imbabura no fue suficiente sus llamados amorosos practicados todas las noches de miles de años y decidió declararle a su amada sus profundos como antiguos sentimientos. En una noche oscura, como noche de novilunio, con el fragor de su pasión contenida, en medio de relámpagos y truenos, con mucho estrépito, para que todos se enteraran, le hizo saber sus afectos secretamente guardados por los siglos de los siglos.

La muchacha, aunque ya sospechaba de los especiales afectos del joven Imbabura, mostró muy poco interés ante la más bella declaración de amor que jamás había recibido. Sus sentimientos eran recíprocos, pero de acuerdo a las viejas costumbres, le hizo saber al joven que era necesario recibir una muestra elocuente de sus querencias si quería ser correspondido.

Muchos siglos pasaron mientras el joven Imbabura ideaba la manera de demostrar todo el amor no correspondido que le carcomía en todo su interior. Cada vez sus afectos eran más fuertes y profundos. Sus sentimientos que iban en aumento elevaban el calor de sus entrañas. Sus ánimos, con el pasar del tiempo, se caldeaban al no encontrar la forma física de demostrar su eterno amor por la joven Cotacachi. La desesperación convulsionaba todo su interior y era lava pura que hervía y subía peligrosamente la temperatura. La eclosión de sus cariños era inminente. Su pasión estaba a punto de desbordarse. Sus amores frustrados le iban llevando a un pronto como incontrolable estallido.

El joven Imbabura a sabiendas de que sus entrañas ya no resistirían más, decidió demostrarle a su amada toda su pasión contenida por tanto tiempo. Lo que su corazón sentía en su interior decidió exponerlo y mostrarlo de una vez y para siempre a su amada. Fue entonces que se abrió el pecho, al lado izquierdo y derramó todo su convulsionado interior a través de la abertura practicada en su costado. Por allí se desangró. Por allí fluyó físicamente su amor y quedó para siempre expuesto su corazón como muestra del amor a la joven Cotacachi.

Con semejante demostración de adoración, la amada pudo comprobar el profundo cariño que le profesaba su pretendiente y decidió corresponderlo. Desde entonces la ternura con que viven y se profesan ha durado millones de años y sigue intacta como al comienzo. Para estar más cerca el uno del otro, el Imbabura tendió un hermoso puente de colores (un arcoíris) que es el camino romántico que permite la mutua visita de los dos cerros.

Hoy el Imbabura ya no es el joven de antaño, hoy es el Rucu, el Taita Imbabura, el monte protector y la otrora joven ahora es la Mama Cotacachi y los dos siguen siendo los custodios de sus hijos que viven todavía bajo el amor y el abrigo de sus progenitores. La pasión que profesan a toda su descendencia es el ejemplo que perdurará por toda una eternidad.

Todos los días al despertar, la Mama Cotacachi, lo primero que mira frente a sí es el inmenso corazón que el Taita Imbabura lo tiene expuesto como muestra de la idolatría que nació hace millones de años y que perdurará por otros millones más.

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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