Cuento: La vereda

  

 

 

 

Hoy me cuesta reconocer o distinguir correctamente los colores, mas presiento... ¡aquella palidez de su mirada! Que jamás la dejaré de sentir.

 Me hubiera gustado despedirme y llevarle las rosas, de cualquier color que tanto le gustaban.

Nunca puse en su dedo el pequeño anillo de compromiso, que siempre y por siempre, esperó. Busqué el mejor momento para entregarle el anillo; una alianza, un símbolo de felicidad.

Buscaba el lugar perfecto y ensayaba muchas veces el repertorio para aquel día, para cuando ponga el anillo en su dedo.

Le decía tantas palabras, de esas que la hacía ruborizar y que les gustan a algunas mujeres. No nos tomamos de las manos ni nos besamos en medio de la gente, soñábamos con ir a la playa o a la montaña o simplemente desde algún balcón descubrir las arrugas del tiempo.

Yo era muy tímido y ella hermosa, me fascinaban sus rizos rojizos, sus ojos, su piel blanca muy blanca, su risa escandalosa, sobre todo, la amalgama de su calidez, la rebeldía de su ser reflejada en sus ojos negros grandes y perfectos.

Nos amábamos todas las noches en silencio, abrazados aprendimos a leer cada renglón de la oscuridad.

Respiramos del mismo ahogo de amor, del mismo aire que nos asfixiaba de pasión.

¡Me duele la herida!   

Robó el poco dinero que tenía o quizás era más de lo que yo suponía; para el ladrón sería mucho, algo así como encontrarte una moneda y comprar un pan cuando se ha pasado hambre, completar con esta moneda la nada.

Fue un disparo, se escuchó una detonación, estoy seguro de eso ¡estoy seguro!, aunque no recuerdo con claridad. No pude reaccionar, todo sucedió muy rápido. Un golpe por la espalda, otro atroz en la cabeza, caí y luego casi imperceptible, el ruido del arma.

Las voces del silencio ya me lo previnieron; aquellos mensajes llegaban, aunque muchas veces, los distorsionaba e interpretaba según mis deseos... ¡no les presté atención!, no hice caso a sus advertencias. Llegaban sin previo aviso a la media noche, los sentía llegar, tiraban los zapatos para que yo despierte.

Silbaban, si acaso tenían boca y un poco de aire, siluetas y bultos blancos, caminaban, paseaban por el cuarto, por mi mente. El espíritu tierno y cariñoso de una niña compartía muchas veces la mitad de mi almohada.

 Se dibujaban en la pared imágenes en blanco y negro, asomaban pequeñas calaveras, cruces y ataúdes, cortejos fúnebres, sombras de rostros incompletos que transmitían maldad. Y luego, soñaba con una vereda sin final, con un río de sangre llenándose, gota a gota hasta fluir y convertirse en un mar rojo de mi propia sangre.

 Ya no sentía frío. Seguía caminando por la misma vereda, la de todos los días, faltaban dos o tres cuadras para llegar hasta el cuarto.

Porque yo vivía en un cuarto bajo las gradas.

Algo caliente chorreaba y bajaba despacio por mi pierna, resbalaba con sutileza, mojaba el pantalón.

Las luces de los postes se apagaron una a una, ¿por qué oscurecía?, un corte de energía, seguramente.

Todo estaba en tinieblas y únicamente escuchaba voces que susurraban como zumbidos de moscas.

— ¡Pobre hombre!, ¡es joven!

— ¿Ya llamaron a la ambulancia?

— ¡Sigue tirado en la vereda...!, ¡limpien esa sangre, ¡qué horror!

Yo estaba confundido, no comprendía lo que estaba pasando, únicamente deseaba, tal vez, en ese preciso momento, solo escuchar su voz, mirar por última vez sus ojos negros, entregarle las rosas, el anillo dorado ... besar sus manos.

La persigo entre sombras, me inmiscuyo en su palpitar, en su cama tibia y joven. Sentiría el frío de mi llegada en su espalda como hielo que quema y entre palabras incompletas hoy puedo decirle: 

¡Te amo!, ¡hoy...sí!

Ella, tal vez, me recuerde como aquel hombre insignificante, loco, tierno, pobretón... o solo recuerde los besos en las gradas, o no recuerde nada, ni a mí.

¡No puede encontrarme!, ella, ¡ya no podrá mirarme! En alguna madrugada el frío de mi ser trepará nuevamente por su cuerpo suave, penetraré cada poro de su piel y al fin podré amarla.

 No conocía a nadie, pero todos me saludaban, levantaban la mano y yo respondía el saludo.

—Es el nuevo.   

«¡Bienvenido!», escuchaba con amabilidad. —¿Acabó de llegar...?, me preguntaban los curiosos.

-No, les contesta yo...ya me voy.

Intentaba saber en qué lugar me encontraba, preguntaba a la gente cómo se llamaba este lugar, pero nadie respondía, no creo eran personas.

Todos respondían a medias y contestaban sin lógica. Yo les hacía preguntas:

—Señor, ¿cómo se llama este lugar?  —Ninguno. Respondía, amablemente, sonreía y preguntaba nuevamente:

—Señorita, ¿cómo se llama este lugar?

—¡Hoy!, me respondía con alegría.

Me dirigía a los niños que jugaban haciendo burbujas con el aire; una pequeña niña, quizás, de ocho años, se acercó curiosa, le dije:

— ¡Hola niña!, ella no respondía, ¿por qué estás aquí?

— ¡No hay aquí!, ¡solo allá!

Estaba perplejo, nervioso, todos parecían saber todo y era yo el que no comprendía nada.

Se me hacían conocidos los rostros de algunas personas; rostros jóvenes y radiantes que hicieron caso omiso del tiempo.

Algunos caminaban con calma, otros flotaban y meditaban en medio del espacio, lloraban, sin saber, la razón. Muchos tocaban guitarras, violines sin cuerdas, leían las partituras sin notas musicales. Muchos leían libros deteriorados en lenguas desconocidas, pergaminos antiguos con páginas amarillentas.

Decidí leer yo también, más no habían sílabas, ni letras, ni palabras. ¿Qué leen?, me pregunté. Me acerqué a un anciano que llevaba una túnica y un bastón, parecía un bastón de oro.

—¡Señor, disculpe!, ¿qué leen?, no hay palabras, no hay signos, no hay figuras, solo hojas amarillentas y arrugadas.

Se acercó a mi cara abriendo sus ojos, eran cuencas oscuras, no tenía ojos. Me respondió:

—«Debes crear y leer tu propia historia, esa es la mejor historia, ¡lee!»

Tomé también un libro en blanco; lo acomodé bajo mi axila.

—Leeré luego, le dije—. El anciano sonrió.

Yo me hallaba  angustiado, aquí nadie tenía hambre ni sed, ¡nadie comía!, yo me había olvidado de comer y ¡nunca más! sentí sed.

Varias personas parecerían perdidas, sin presente, ni pasado... aguardando un falso futuro, como yo.

Me sentía agobiado, los saludos y la bienvenida de la gente no cesaban, buenos días, decían unos, buenas noches señor, otros. 

Lo primero que vi fue un rostro sonriente, -para mí que sonreía-. Con un algodón me limpiaba la saliva que chorreaba por la comisura de mi boca.

Unas cortinas viejas y desteñidas cubrían un ventanal, alguien me acariciaba el cabello, intenté saber quién lo hacía, no podía moverme y me dirigí a una mujer joven que me observaba  con la boca abierta y desdentada. 

—Señorita, por favor, dígame, ¿quién está detrás?, ¿quién me acaricia el cabello?, la mujer llevó sus manos a su rostro y me contestó amenazante: 

—Es un mal chiste, ¡idiota!, ¡estás, calvo, pelado, rapado!

—¿Y mi cabello?

—¡Vaya usted a saber!, me contestó contrariada.

Con angustia intenté comprobar si tenía cada parte de mi cuerpo, pero no lograba moverme.

Me dirigí a la mujer y le pedí: 

—Señorita, ¡ayúdeme, por favor!

—¡Qué desea,  amigo…!

—¡Solo míreme! Le  dije...y dígame si las partes de mi cuerpo están completas.

La mujer despeinada con cabello corto me observó fijamente y me contestó: 

—A este lugar nadie llega completo, «deberás  aprender a caminar como un niño y sobre todo, tienes que aprender a morir». 

Una luz cegó mis ojos y se fusionó con mi espíritu, nunca sentí tanta paz como tristeza. 

Una ola de regocijo invadió mi cuerpo. En ese instante, al fin, tuve la seguridad de lo que era ser feliz. Simplemente eso, respiraba libertad.

 

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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