Por: Mario Conde

 

La creencia popular dice que el alma de un niño va directo al cielo por su pureza. Sin embargo se conoce de casos en que es tan tierna que no nota la muerte y se queda vagando por la casa donde vivió.

Cuentan que en un pueblo un día, la desgracia visitó una casa, y el más pequeño de los niños, uno de tres años, murió ahogado en una poza de agua.

La madre lloraba y gritaba de la pena, quería vestir a su hijo para el velorio, pero como es costumbre, los familiares nunca visten a un difunto porque este podría llevárselos, así que la curandera del pueblo fue quien arregló al niño para el entierro. Lo vistió con un traje blanco, que dieron los padrinos y también le peinó la cabecita que estaba llena de algas.

Una vez que el cuerpo estuvo listo, ató una cinta blanca en las manos del niño en posición de oración y dejó los extremos sueltos pues según otra creencia de la serranía, cuando los padrinos del niño mueren sus almas se aferrarán a esta cinta y el ahijado, convertido en angelito, los jalará al cielo.

La noche del velorio hubo una gran celebración por el alma del ñiño que fue a gozar del paraíso. Mientras el padre bailaba (celebración andina denominada en quichua Tacshay; fiesta con música, comida y baile) con la madrina, el hermano mayor, un chico de unos nueve años, tomó unos caramelos de la bandeja y fue a ponerlos en las manos del difunto.

Su abuelo lo miró y le preguntó por qué había hecho eso. Con naturalidad, el chico dijo que a su hermano le gustaban los caramelos. El viejo lo sacó del cuarto del velorio y lo llevó al patio donde le explicó que su hermano había fallecido y que los muertos no  necesitan ni comer ni beber. El chico se quedó pensando y al rato preguntó: ¿Cómo se deja de estar muerto? A lo que el abuelo no respondió inmediatamente, sino que luego de reflexionar, le dijo que no hay forma de volver a la vida, porque cuando una persona muere el alma se separa del cuerpo y se va al cielo.

El anciano continuó con su explicación y le dijo a su nieto, que como su hermano murió tan de repente, su alma aún estaba en la casa penando y era posible verla, aunque ella ya no pueda verlos.

El chico pidió ver el alma de su hermano. El abuelo lo tomó de la mano y le acercó a un perro que aullaba. Puso los dedos en los ojos del animal para sacarle unas lagañas, que untó en los ojos del niño y en los suyos. Entonces explicó que los perros pueden ver seres del más allá, y que al untarse las lagañas del perro sus ojos serían como los del animal y podrían ver el alma en pena. Ambos entraron en la casa.

Sobre una mesa donde estaba el ataúd, vieron una pequeña forma, como una sombra blanca, que flotaba por el lugar. El anciano recordó al chico que el alma no podía verlos. Pese a que no tenía una silueta definida y no se le distinguían rasgos humanos, se le notaba agitación en los movimientos, como si se preguntara qué ocurría. Una y otra vez el alma descendía y buscaba cómo entrar en el pequeño cadáver.

Luego la vieron cerca de los caramelos, pero esas formas de aire no atinaban a cogerlos. Al abuelo y al nieto se les fueron las lágrimas. El almita penaba; parecía buscar a sus padres o a sus hermanos y no encontraba a nadie.

Pasada la medianoche descendió a ras del suelo y salió del cuarto, por entre las piernas de los asistentes al velorio, huyendo como si estuviera asustada.

Al día siguiente las campanas de la iglesia empezaron a doblar desde las seis de la mañana. Los padrinos y familiares llegaron a la casa en duelo para llevarse al difunto. El hermano mayor quiso ir al traslado, el abuelo se lo impidió, porque luego de la iglesia iban al cementerio, un lugar pesado para los niños. Antes de salir de la casa, los padrinos sacaron el cuerpo del ataúd y lo tendieron sobre una banca, en el centro del patio. El padre tomó a sus tres hijos pequeños y los llevó ante el cadáver del hermano. El chico mayor vio que el alma en pena estaba allí. Los adultos levantaron a los pequeños de ambos brazos y, uno a uno, los ayudaron a saltar sobre el fallecido, como cuando se salta las llamas de la chamiza. De esta manera, los niños no lo extrañarían y no se enfermarían de la pena. Con tristeza, el chico mayor miró que el alma se movía agitada, como si pudiera observar que estaban diciéndole adiós. Los adultos metieron el cadáver en el ataúd y se lo llevaron.

Regresaron del traslado en la tarde. El padre y la madre llegaron cabizbajos, parecían más viejos. Se repartió papas y chicha para los acompañantes. El alma en pena, después de deambular por toda la casa, permaneció sobre unos leños de la cocina, junto al jalo (especie de corral para cuyes que está ubicado dentro de la cocina de una casa campesina en la serranía) de los cuyes que chillaban y correteaban espantados.

Luego de ayudar a repartir la comida, el abuelo se acercó al hermano mayor y le dijo que era tiempo para que el alma se fuera al cielo, por eso abrieron la caja donde la madre guardaba la ropa del fallecido, recogieron las pertenencias en un costal y salieron de la casa. Aunque la sombra no podía ver al niño y su abuelo, sí reconoció sus prendas, se apartó de los leños y salió detrás de ellos, flotando.

El abuelo llevó el costal al río y empezó a botar las pertenencias en el agua; así los recuerdos se irían y el alma podría descansar en paz, por eso cuando el abuelo terminó de arrojar las últimas prendas, unas botas de caucho que el niño se ponía para ayudar a regar los sembríos, el alma empezó a flotar más alto. Abuelo y nieto observaron hacia arriba: una sombra blanca ascendía al cielo.

¡Adiós alma! ¡Descansa en paz!

 

La historia de las almas en pena se extiende en todo el país y su lugar de origen es incierto. Se puede ubicar la historia como próxima a Cayambe, pues allí aún se practican estas celebraciones tradicionales por la muerte de un niño.

 

Cuentos ecuatorianos de aparecidos, Grupo Editorial Norma, 2005

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
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