Hugo Garcés Paz.
 Quito, 15 de junio de 2000

 

El callejón interandino se halla dividido en hoyas, quizá como en ninguna otra parte de América. Comenzando por el Norte se hallan: la hoya del Carchi, la hoya del Chota, la hoya del Guayllabamba, etc. De estas tres la que nos interesa, por hoy, es la del centro, es la Hoya del Chota, en forma de un rombo irregular. Se halla rodeada de cuatro elevaciones de consideración, con nieves eternas. El Mirador de la Cordillera Central, el Mojanda, cuya elevación principal es el Fuya Fuya. El Imbabura que se halla en un pequeño ramal del nudo de Mojanda Cajas; y en la Cordillera Occidental el Cotacachi. Todas esta son elevaciones que embellecen la zona, dándole un paisaje hermoso a la hoya, y en general a la provincia de Imbabura, denominada, también, la provincia de los Lagos, por hallarse en ella varias lagunas como estas.

Las dos del Mojanda que corresponden a los nombres de Caricocha, esto es laguna macho y la Guarmicocha, o sea laguna hembra, como si esta segunda coqueteara a la primera que se encuentra a escasa distancia, en medio de las elevaciones del Mojanda por lo cual sus aguas son frías y rodeadas de vegetación del páramo. Descendiendo de esta cordillera es fácil divisar al frente la hermosa Laguna de San Pablo, junto a la población de ese mismo nombre y solo a escasos minutos de Otavalo. Los aborígenes la llamaron Imbacocha, esto es la laguna del Imbabura, pues en efecto se halla a las faldas de este hermoso cerro cuya sombra sirve de fondo a las aguas cristalinas, donde en los días soleados se retrata ´íntegramente el Taita Imbabura, padre de los aborígenes de esta región. Alrededor de la laguna se hallan hermosas chacras donde reverdece el maíz y los capulíes, o en tiempo de verano reverberan al sol las doradas mieses de la cebada y el trigo.

En uno de los costados del volcán Cotacachi se asienta la laguna de Cuicocha rodeada de acantilados que llegan a una profundidad considerable, a la vez que en su centro se destacan dos islotes separados  por un angosto canal en cuyos pastos antiguamente pacían cuyes, conejos y venados, en tanto que sus aguas azulinas se mezclan al compás del susurro de los vientos dándole una característica hermosa por lo cual es visitada por los turistas.

Finalmente, la laguna de Yahuarcocha, es  la laguna de Sangre, bautizada con este nombre a raíz de la tenaz resistencia de los Imbayas a la invasión de los Incas, en su afán por adueñarse de estas tierras, como en efecto así lo hicieron, pero  después de haber dado muerte a casi la totalidad de los hombres, cuyos cadáveres fueron arrojados en esta laguna, tiñendo sus aguas de un color rojo, cual la sangre de sus héroes, que prefirieron morir antes que ser avasallados por los extranjeros. Y el valor de las mujeres no quedaba atrás, puesto que al haber fallecido el Régulo Cacha, en medio de la lucha: allí mismo, su hija Pacha asume el mando de las tropas para continuar con la lucha. Huayna Cápac, enamorado del valor de esa princesa, como admirado de su belleza no duda en coronarla como su esposa y por tanto, compartiría la soberanía de estas tierras que fueron de sus mayores.

Cunro, Proanta y Cubijíes completan esta colección de hermosos lagos.

El río Chota, que da su nombre a la hoja, recoge las aguas de las diferentes vertientes, y a medida que aumentan sus aguas, en su recorrido milenario ha escarbado la tierra formando valles profundos, junto a mesetas que rodean a la provincia de Imbabura. En los valles, desde la venida de los españoles, se formaron las grandes haciendas, para cuya explotación, los jesuitas trajeron del continente negro, representantes de su raza para que trabajaran en estas tierras donde debían sembrar caña de castilla, con la que fabricarían la panela, el azúcar y el aguardiente, productos de gran consumo nacional y que estas hermosas vegas debían abastecer su demanda.

Las mesetas y los páramos andinos se hallaban habitados por los aborígenes que, al servicio de los nuevos amos, los españoles, debían dedicar todo su tiempo y su vida a la explotación de la tierra, en favor de los encomenderos, es decir, que habían sido entregadas a un español grandes circunscripciones territoriales con todos sus habitantes con el objeto de que éstos fuesen catequizados, pero lejos de cumplir con ese propósito de la Corona Real Española, a sus habitantes los transformaron en sus esclavos, para trabajar en los obrajes, es decir, talleres de tejidos de donde no podían salir sino en las primeras horas de la noche, después de haber trabajado por doce, catorce o más horas; o trabajar en las mitas, es decir, la explotación de minas de plata y de oro; y, finalmente, para el cultivo de la tierra.

Para su explotación la provincia de Imbabura había sido dividida en grandes haciendas, en las que debían cultivar maíz, cebada, trigo, fréjol, habas, zanahorias, calabazas y frutas para ser entregadas a los señores hacendados y bajo la mirada vigilante del mayordomo o mayoral que con acial en mano no escatimaba castigos para acelerar su trabajo.

Llegó por fin la independencia tan deseada por nuestros precursores, por cuya causa habían ofrendado sus vidas. El 24 de mayo de 1822 se firmó el tratado reconociendo la independencia de estas tierras que comprendían la Real Audiencia de Quito.

Con la independencia, no sé si algo ganaron los indios y los negros, o fue solamente un cambio de patrón. Lo cierto es que siguieron trabajando como esclavos en provecho del amo patrón, bajo el ojo vigilante del mayoral o capataz.

El mayordomo era un mestizo, que en lugar de hallarse de parte del indio, de cuya raza procedía, era el enemigo número uno de los nativos, por creerse de otra categoría.

En una de estas haciendas, cercana a Otavalo, había nacido José Manuel como el hijo primero del matrimonio de Miguel Tupigachi y Josefa Farinango y que como tal le querían entrañablemente, cariño que sin embargo no obstó para que su educación fuera esmerada, de acuerdo con aquella época y las circunstancias, debiendo pronto aprender a trabajar, puesto que desde que en la hacienda nacía alguien, éste pasaba a ser de propiedad del hacendado.

Contaría unos ocho años cuando ya se le encargó del cuidado de un rebaño de ovejas, y que como tal debía llevarlas a los mejores pastos para que allí paciera, y era su obligación cuidarlas durante todo el día.

En cumplimiento de este deber, muy por la mañana acudía al redil que se hallaba en las inmediaciones de la casa de la hacienda, para llevarlas a los prados, antes de que el sol calentase. Poco a poco se fueron concluyendo los mejores pastizales cercanos y había que buscar otros para llevarlas. José Manuel se encariñó tanto con sus ovejitas que las llamaba por los nombres que él les había puesto, y ellas respondían a este llamado cual si comprendiesen su idioma. Cuando una ovejita era muy tierna la llevaba en sus brazos hasta dejarla al lado del rebaño para que se hallase al alcance de su madre y pudiera brindarle su leche, tan pronto como su crío comenzara a pedirle.

A medida que pasaba el invierno, los pastos se hacían más raros, y por lo tanto, cada vez debía llevarles a lugares más distantes, muchas veces cruzando arroyuelos y quebradas, o caminando por la cuchilla de alguna quiebra, en cuyo fondo se oía bramar al río que golpeando sus aguas entre las rocas corría presuroso, como si tuviese premura para llegar cuanto antes a la mar. En uno de esos días, una ovejita rodó por la peña, y el pastorcito que lo vio se lanzó tras ella sin tener en cuenta las zarzas que por ese declive existían. Sangrando por cara, manos y piernas logró alcanzarla, pero poco importaban los lastimados y golpes que había recibido. Lo principal era que la ovejita se salvó.

Pasados los años, se convirtió en peón de la hacienda, y pronto llamó su atención una longuita de nombre Margarita que casualmente se hallaba con frecuencia cerca de él en las faenas de sembrar las papas, el maíz así como también en los días de cosechas. Con recelo la primera vez trató de ayudarla en la recogida de las gavillas de la cebada que habían cosechado, y al ver que ella, a su vez, le sonreía como señal de agradecimiento y de simpatía, fueron intimando hasta que se consideraban ya novios y esperaban solamente una ocasión favorable para pedir permiso al patrón para casarse.

Los días se sucedían plenos de luz y de sol para nuestros novios. Para nadie era ya un secreto el que pronto contraerían matrimonio, que esperaban quizá solamente que el patrón les diese su huasipungo para poder formar una nueva familia, puesto que sabían que el casado casa quiere.

Cierto día que habían pasado fuera de la hacienda visitando a unos parientes, regresaron al anochecer y encontraron que todos los trabajadores de la hacienda estaban alarmados porque el mayoral había sido asesinado, pero hasta ese momento nada se sabía del criminal que había logrado fugarse. Se creyó que por esos parajes se había encontrado con abigeos (ladrones de ganado) y que al enfrentarse optaron por darle muerte y así no se sabría nunca de lo que se trataba. Cometido el crimen había fugado y a estas horas debían estar muy lejos.

Denunciado a las autoridades, por más averiguaciones que hicieron no consiguieron ninguna pista hasta que se dio por terminado este asunto, tratando de olvidarlo, puesto que nadie en la hacienda le quería, ni siquiera el mismo hacendado, por considerarlo descortés y amigo de ciertos negociados en perjuicio de la hacienda.

Había pasado más de un mes cuando José Manuel debió salir a la feria de Otavalo y por encargo de su madre adquirió la cabeza de un cordero, con el fin de preparar el sabroso “mondongo” (caldo que resulta al cocinar la cabeza del borrego y luego añadir papas enteras o mote) para ese fin de semana. Una vez realizada la compra, le envolvió en su manta y lo puso a la espalda para regresar a su casa. Tranquilamente caminaba por la calle cuando llamó la atención de los transeúntes al ver que, por donde pasaba José Manuel, iban quedando gotas de sangre. Sospecharon que algo anormal pasaba y dieron  aviso a la policía. Le detuvieron en media calle y al preguntarle lo que llevaba en sus espaldas, manifestó que, por la mañana había adquirido una cabeza de borrego para preparar la comida. No le creyeron y le preguntaron de inmediato cómo se explicaba entonces el que fuera regando sangre por las calles si se trataba de una cabeza de cordero que debió haber sido sacrificado la víspera. José Manuel se cortó, trató de balbucear algo, pero, la lengua se le trababa. Por lo cual le llevaron preso. Allí pasó toda la noche y al siguiente día fue llevado al comisario respectivo, quien le hizo nuevamente las mismas preguntas, José Manuel volvió a contar de lo que se trataba, pero ante las insistentes preguntas de la autoridad, José Manuel sacudió su cabeza como queriendo desechar lo que en su mente había, y se expresó así:

Yo salí ayer a la población para realizar algunas gestiones, y adquirir lo pedido por mi madre, una cabeza de borrego. La cabeza adquirida, no solo que estaba ya fría completamente, sino que aún se le había puesto en la fragua, para chamuscar los pelos y dejarla limpia y lista para preparar la comida. Si de esta cabeza goteaba sangre, no podía ser de ella, sino que Dios me ha castigado o el mayoral se ha vengado, y siguió narrando.

Cierta tarde que regresaba a mi casa, desde lejos vi que el mayoral casi arrastraba a una longuita, tratando de llevarla hacia la hondonada del río. Por curiosidad me acerqué a ver lo que pasaba, y cuál no sería mi sorpresa al constatar que se traba de Margarita, mi novia. De un salto me planté frente al abusivo demandando explicaciones. Como respuesta, levantó el acial y descargó un fuetazo en mi cara. Ciego de ira levanté el machete que llevaba y al descargar sobre el abusivo, tuve tanta mala suerte que casi le cercené la cabeza. Ante este hecho, Margarita se cubrió la cara con sus manos y se desató en incontenible llanto. Yo reaccioné de otro modo, lo primero que hice fue, llevarla fuera de la escena y convencerla de que debíamos alejarnos de ese sitio lo más pronto posible, puesto que nadie nos había visto. Así lo hicimos y fuimos a refugiarnos en casa de uno de mis compadres, donde pasados el resto del día y, solo al amochar, regresamos con temor hacia nuestras respectivas casas.

Si es verdad que de la cabeza del borrego goteaba sangre, me someto al castigo que merezco por tal acción, tanto más que desde entonces no he podido pasar tranquilo puesto que el remordimiento me consume día y noche, y ya no puedo más. Quiero, una vez por todas pagar por mi falta.

 

Leyendas y Tradiciones del Ecuador, Ediciones Abya-Yala, 2007.

Portada:https://quecome.org/borregos/

 

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  • homeLa autora Dorys Rueda, 13 de Febrero del 2013.
  • mailelmundodelareflexion@gmail.com
  • mapOtavalo, Ecuador, 1961.

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