Lo que más recuerdo de mi niñez son las vacaciones en la finca de mis abuelitos, en la parroquia de Tumbaco.
En la casa toda la familia era bienvenida, en cualquier momento del año y, más aún, en las vacaciones escolares. Allí íbamos mis hermanas y yo a reunirnos con nuestros abuelitos, tíos y primos. Entre todos, de distintas edades, éramos muchos y eso era lo maravilloso, vivir en familia, estar juntos y unidos.
Recuerdo la noche en que ocurrió lo impensado y tenebroso. La casa estaba iluminada por lámparas petromax y mis abuelitos y tíos no estaban en casa, pues se habían ido a un velorio y estábamos a cargo de los primos mayores. Las niñas dormíamos en una habitación y los niños, en otra.
Mis primas, mis hermanas y yo, metidas bajo las sábanas y cobijadas por unas cálidas frazadas, conversábamos de todo lo que se nos venía a la cabeza. Cuando de pronto, empezamos a escuchar golpes en la puerta verde de nuestro cuarto: tun, tun, tun, tun, tun. Eran cinco golpes fuertes. Todas nos quedamos paralizadas de miedo, aunque al principio pensamos que quien golpeaba la puerta era nuestro primo Bolívar, pues a él siempre le gustaba asustarnos. Pero no pasó ni un minuto, cuando volvimos a escuchar otros cinco golpes, pero esta vez eran más fuertes: tun, tun, tun, tun, tun. Entonces tuvimos la certeza que, quien golpeaba de esa manera, no era nuestro primo.
Un silencio sepulcral reinó en el ambiente. Como resortes nos levantamos, abrimos la ventana y saltamos al dormitorio de nuestra tía Carmelina que estaba junto al nuestro. Allí nos refugiamos y dormimos toda la noche, sin siquiera mencionar lo que habíamos oído.
Al siguiente día, nos avisaron que había fallecido un familiar. Posiblemente, quien había muerto había venido a recoger los pasos.
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